lunes, 26 de marzo de 2012

LAS COSAS SIMPLES DE LA VIDA

Alejandro se encontraba casi acostado, frente a la ventana del autobús, mientras los rayos de aquel inclemente sol de media tarde le quemaban las pestañas. Cerraba los ojos para evitar que sus corneas se tostaran, aunque abría los ojos de cuando en cuando y observaba la calle. La combustión de otros autos, las personas que pululaban en medio de la pista sin ningún reparo, los comerciantes que ofrecían helados, gaseosas heladas, pina cortada, raspadillas, marcianos y gelatinas. Estos se apersonaban frente a la ventana de los autos.

Alejandro no podía oír el ruido de media tarde, se había quitado su audífono para la sordera, para él todo era silencioso o al menos en algunos momentos lo prefería así.


Cerca a la avenida central se subió Ismael (como se hacía llamar), quien llevaba 8 años subiendo a los autobuses dando el mismo discurso: “Soy epiléptico, tengo hambre, duermo en la calle…”. Ismael, quien antaño tenía un aspecto andrajoso solía estirar la mano y esperar que la limosna le cayera. Pero desde hace algún tiempo tenía un aspecto limpio y vendía turrones. Alejandro comía su turrón mientras observaba a aquel hombre bajar del autobús; alejarse y sabiendo que muy pronto lo volvería a ver.

Las personas bajaban y subían al auto que ya casi parecía quedarse vacío. Dos cuadras antes de llegar al paradero final, Alejandro quien era el único pasajero que quedaba descendió del autobús. El autobús se Alejo echando polvo y humo negro. Entonces Alejandro con un rictus de ángel, camino unas cuadras hacia la calle solitaria, recogió una racimo de lilas del suelo y se adentró al cementerio.

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